Gris.
Sus ojos adormilados se clavaron en los techos de los edificios de la ciudad. Por mucho que se fijara, esas construcciones, creadas por los humanos, no se diferenciaban de esas que ya habían sido creadas mucho antes de su existencia.
No había límite entre el gris de esos edificios y el cielo. Ambos se juntaban en eso que llamaban horizonte sin marcar siquiera una diferencia de color. El cielo a menudo se teñía de otras tonalidades... pero esos edificios siempre serían grises.
Un color inexpresivo, apagado, triste, y carente de sentido.
Extendió su diestra hacia el vacío que se dibujaba bajo la punta de sus pies. La suave brisa agitaba sus cabellos y sus ropas. Aquella vez, llevaba consigo aquel libro de filosofía estoica... aunque no había leído en hacía bastante rato. Su pálida mano rozó el aire, y el hombre cerró sus ojos e inspiró profundamente. No... era mejor no respirar, al menos en ese instante. El olor de azufre que se respiraba en Toshima arruinaba sus constantes viajes en su mente a esos paraísos verdes en los que él ansiaba estar. Esos jardines repletos de vegetación, que una vez tuvo oportunidad de conocer... también el sonido de las aves revoloteando y cantando alegremente.
Todo eso que en Toshima no existía.
Sus ojos se abrieron de repente. Ya no eran azules, sino de un brillante e intenso color púrpura. Sus cinco sentidos se activaron al sentir la presencia de otro ser viviente... "ese" hombre. Aquel que se empeñaba en seguirle a pesar de ser consciente de que no tenía nada que hacer con él.
Aquel hombre cuyo color no podía ser otro que el del negro azabache. Retrocedió unos pasos, aunque en realidad no dio ninguno, moviéndose como si de una sombra se tratase.
Sus ojos adormilados se clavaron en los techos de los edificios de la ciudad. Por mucho que se fijara, esas construcciones, creadas por los humanos, no se diferenciaban de esas que ya habían sido creadas mucho antes de su existencia.
No había límite entre el gris de esos edificios y el cielo. Ambos se juntaban en eso que llamaban horizonte sin marcar siquiera una diferencia de color. El cielo a menudo se teñía de otras tonalidades... pero esos edificios siempre serían grises.
Un color inexpresivo, apagado, triste, y carente de sentido.
Extendió su diestra hacia el vacío que se dibujaba bajo la punta de sus pies. La suave brisa agitaba sus cabellos y sus ropas. Aquella vez, llevaba consigo aquel libro de filosofía estoica... aunque no había leído en hacía bastante rato. Su pálida mano rozó el aire, y el hombre cerró sus ojos e inspiró profundamente. No... era mejor no respirar, al menos en ese instante. El olor de azufre que se respiraba en Toshima arruinaba sus constantes viajes en su mente a esos paraísos verdes en los que él ansiaba estar. Esos jardines repletos de vegetación, que una vez tuvo oportunidad de conocer... también el sonido de las aves revoloteando y cantando alegremente.
Todo eso que en Toshima no existía.
Sus ojos se abrieron de repente. Ya no eran azules, sino de un brillante e intenso color púrpura. Sus cinco sentidos se activaron al sentir la presencia de otro ser viviente... "ese" hombre. Aquel que se empeñaba en seguirle a pesar de ser consciente de que no tenía nada que hacer con él.
Aquel hombre cuyo color no podía ser otro que el del negro azabache. Retrocedió unos pasos, aunque en realidad no dio ninguno, moviéndose como si de una sombra se tratase.