Aquellas llamas de antaño aún seguían latentes en su mente. Como si hubiera sido ayer, cuando contempló por primera vez y con mucho miedo, aquellos ojos púrpura. Esos ojos poderosos que volvían hasta al más implacable asesino en nadie, esa mirada despectiva y sumida en la mismísima locura, capas de engullir en su propia locura a quien se atreviera a desafiarlo.
Los ojos de un fantasma intransigente.
La puerta metálica sonó, chirriando por la falta de aceite, anunciando su llegada. Oscuridad, silencio. La nada misma lo esperaba.
Se adentró a pasos lentos, dejando caer diminutas gotas que simulaban purificarlo, gotas cristalinas y puras que al tacto con su cuerpo se volvía corrosivo veneno.
Su gabardina se deslizó por sus fibrosos brazos, cayendo al suelo, a sus pies. Inerte, en medio de la estancia, clavó sus ojos carmesí en aquellas gotas de color rojo intenso que mancillaban su brazo derecho.
Aún pudía ver aquella mirada desinhibida mirándolo desde aquel alto edificio, antes de que las vigas tocaran el suelo y ocasionaran un caos. Fugaces segundos bastaron para recordarle aquella humillación y aquel miedo que hasta el día de hoy seguía haciendo mella en él.
Abrió sus ojos y su mano izquierda ahora se alzó para lentamente empezar a retirarse aquel cuero despiadado que acorazaba su fina y pálida piel. Un relámpago iluminó su silueta, y con él, aquella impresionante sangre que delataba su debilidad. Un tajo que cruzaba la mitad de su antebrazo ahora lloraba amargamente y sus lágrimas caían al suelo, fundiéndose con el agua.
Aquella era la primera vez que contemplaba su propia sangre.
Ni siquiera sentía dolor en su carne, aquello no tenía comparación ninguna al dolor psicológico que él le había dado. Caminó hasta su cama y se sentó sobre esta con su brazo extendido. Cazó la botella de agua y le quitó la tapa, ahora vertiendo muy lentamente aquel elixir purificante sobre su herida.
Su rostro inexpresivo, incapaz de regalar emociones se mantuvo impasible, contemplando hasta el último momento en que el agua dejó de salir.
Tomó de un extremo la sábana de su propia cama, y con sus dientes la desgarró, armando un precario vendaje. Entornó sus ojos y sus cabellos oscuros cayeron sobre su rostro. Hizo un nudo en un extremo y lentamente fue rodeando su brazo.
A cada vuelta que daba sobre su brazo, imágenes de aquella cruel guerra bombardeaban su mente. Cuerpos sin vidas tendidos por doquier, sin oportunidad de dar su último aliento de vida, sin derecho a un lecho. Aquella figura llamada arma, tan implacable y poderosa en medio de las llamas, y aquel destello púrpura que seguiría en su cabeza hasta el día de su muerte.
Aquel experimento llevado a cabo por la ENED, llamado así, Nicole Premier.
Los ojos de un fantasma intransigente.
La puerta metálica sonó, chirriando por la falta de aceite, anunciando su llegada. Oscuridad, silencio. La nada misma lo esperaba.
Se adentró a pasos lentos, dejando caer diminutas gotas que simulaban purificarlo, gotas cristalinas y puras que al tacto con su cuerpo se volvía corrosivo veneno.
Su gabardina se deslizó por sus fibrosos brazos, cayendo al suelo, a sus pies. Inerte, en medio de la estancia, clavó sus ojos carmesí en aquellas gotas de color rojo intenso que mancillaban su brazo derecho.
Aún pudía ver aquella mirada desinhibida mirándolo desde aquel alto edificio, antes de que las vigas tocaran el suelo y ocasionaran un caos. Fugaces segundos bastaron para recordarle aquella humillación y aquel miedo que hasta el día de hoy seguía haciendo mella en él.
Abrió sus ojos y su mano izquierda ahora se alzó para lentamente empezar a retirarse aquel cuero despiadado que acorazaba su fina y pálida piel. Un relámpago iluminó su silueta, y con él, aquella impresionante sangre que delataba su debilidad. Un tajo que cruzaba la mitad de su antebrazo ahora lloraba amargamente y sus lágrimas caían al suelo, fundiéndose con el agua.
Aquella era la primera vez que contemplaba su propia sangre.
Ni siquiera sentía dolor en su carne, aquello no tenía comparación ninguna al dolor psicológico que él le había dado. Caminó hasta su cama y se sentó sobre esta con su brazo extendido. Cazó la botella de agua y le quitó la tapa, ahora vertiendo muy lentamente aquel elixir purificante sobre su herida.
Su rostro inexpresivo, incapaz de regalar emociones se mantuvo impasible, contemplando hasta el último momento en que el agua dejó de salir.
Tomó de un extremo la sábana de su propia cama, y con sus dientes la desgarró, armando un precario vendaje. Entornó sus ojos y sus cabellos oscuros cayeron sobre su rostro. Hizo un nudo en un extremo y lentamente fue rodeando su brazo.
A cada vuelta que daba sobre su brazo, imágenes de aquella cruel guerra bombardeaban su mente. Cuerpos sin vidas tendidos por doquier, sin oportunidad de dar su último aliento de vida, sin derecho a un lecho. Aquella figura llamada arma, tan implacable y poderosa en medio de las llamas, y aquel destello púrpura que seguiría en su cabeza hasta el día de su muerte.
Aquel experimento llevado a cabo por la ENED, llamado así, Nicole Premier.